febrero 22, 2012

La mano de Orula

LA MANO DE ORULA
Por Manuel Pereira
Orula, el orisha de la adivinación

Desde que llegué a este país me llamó la atención ver a tantos mexicanos con esa manilla de cuentas verdes y amarillas que se llama “mano de Orula”.
Obligados a latigazos a practicar la religión de sus amos, los esclavos que empezaron a llegar a Cuba a partir del siglo XVI identificaron a sus dioses ancestrales con las imágenes de los santos que veían en las iglesias. Así, concibieron diversas asociaciones entre las deidades africanas y las católicas hasta tejer toda una red de vínculos mitológicos, creando ese sincretismo que se denomina “santería”.
Así las cosas, Ochún quedó asociada con la Caridad del Cobre, Changó con Santa Bárbara, Babalú Ayé con San Lázaro, Elegguá con el Niño de Atocha, etcétera.
También en México tuvo lugar un proceso similar cuando al indio Juan Diego se le apareció la virgen en el cerro del Tepeyac, que -según Octavio Paz en El laberinto de la soledad - “es una colina que fue antes santuario dedicado a Tonantzin, ‘nuestra madre’, diosa de la fertilidad entre los aztecas”.
José Revueltas escribió: “los indígenas se apropiaron del catolicismo de los conquistadores como un recurso para continuar la práctica impune de sus antiguos ritos”.
De manera que el  mito guadalupano entraña un paralelismo entre la Virgen María y la Tonantzin. Dicho de otro modo, la diosa azteca devino un avatar de la madre de Jesús. Evidentemente, tanto en Cuba como en México, hubo un transvase clandestino de dioses reprimidos.
Así que al ver aquí multiplicadas las “Manos de Orula”, empecé a preguntarme cuántos santeros y babalaos cubanos vivirían en México. En las dos últimas décadas, tanto la emigración cubana a este país como el flujo de turistas mexicanos hacia la isla, se han incrementado.
Si la presencia cubana en México se deja sentir con fuerza en la gastronomía, en la música, en las artes plásticas, en el ámbito académico y en la televisión... ¿por qué la esfera religiosa iba a ser la excepción?
Después de todo, esos dioses africanos siempre han estado emigrando camuflados. Primero fueron arrancados de Nigeria hace cuatro siglos y viajaron desterrados a las Antillas y a otros lugares del Nuevo Mundo a bordo de los barcos negreros. Llegaron en la mente, en la tradición oral, en los cantos y danzas de los esclavos.
A partir del triunfo de la revolución cubana, en la década del sesenta del siglo pasado, esos dioses se exiliaron en Estados Unidos y, últimamente, parecen haber echado raíces en México.
Si hace cincuenta años esos dioses africanos solamente eran conocidos en Cuba o en Brasil, ahora habitan lo mismo entre los rascacielos de Nueva York que en las playas de Miami, y, finalmente, también en México.
Para encontrar el centro de gravedad de la santería cubana en el DF basta ir al Mercado de Sonora. En medio de un laberinto de olores indescifrables -mezcla de las vaharadas de los puestos de comida con los sahumerios del incienso y del sándalo-, pronto descubrí las “botánicas”, donde venden los artículos y productos empleados en los ritos afrocubanos, desde hierbas mágicas hasta frascos de perfumes embrujados.
En uno de esos baratillos me esperaba una estatua de San Lázaro de tamaño natural, rodeada de frutas y ofrendas. Cerca había otra escultura de Changó empuñando su hacha de doble filo.
En las “botánicas” se amontonan yerbas, cortezas de árboles, palos de monte, raíces, semillas, lociones y esencias, talismanes,  amuletos, murciélagos disecados, cuarzos mágicos, libros esotéricos, velas perfumadas, litografías de santos e imágenes de yeso en un batiburrillo donde conviven deidades africanas con santos católicos, calaveras y hasta demonios con cuernos y rabos.
Entre tanta heterogeneidad, en ese reino del kitsch y del eclecticismo religioso, lo mismo podemos encontrar una imagen de Juan Diego con la Guadalupe que un Cristo Negro o litografías de Changó, Elegguá y Ochún...
En una de esas botánicas conocí a un santero cubano, quien me pidió que no le tomara fotos, ni a él, ni a sus orishas. Su santo se lo prohíbe, según me dijo.  Primero vivió en Miami, y luego se instaló definitivamente en México. En el segundo piso de su tienda, tiene el consultorio espiritual. Señoreando el altar hay un gran Elegguá -dios de los caminos- rodeado de cocos, tabacos apagados, juguetes, monedas, caramelos...
“Eche tres monedas dentro de esto -oí que le decía a una mexicana con un bebé en brazos mientras le entregaba un envoltorio-, y tírelas frente a la iglesia. Su niño se curará, que Dios lo bendiga”.
Aparte del consultorio y la herboristería, allí se realizan lecturas del Tarot, proporcionan energía para recién nacidos, se realizan limpias personales, de casas, de autos, de negocios, de oficinas... y se hacen trabajos de panteón, de Palo Mayombe...
En otras “botánicas” de este mercado alucinante se ofrecen cursos y conferencias sobre ángeles y arcángeles, se diserta acerca de recetas secretas, coronaciones y rapamientos, iniciaciones en la regla de Ochá. Algunos de estos santeros tienen programas de radio y páginas en Internet.
Es fácil medir el auge de la santería cubana en México: hace treinta años había un solo santero cubano en el Mercado de Sonora, hace veinte años ya eran cinco, y ahora hay más de cuarenta, y creo que me quedo corto.
Ese atractivo irresistible quizá se deba a que es una religión parecida a la de los antiguos griegos, una religión politeísta en la que los dioses son antropomórficos, experimentan pasiones humanas y son muy voluptuosos. No conocen el pecado original típico de la cultura judeocristiana. Esos dioses no sólo tienen relaciones amorosas entre sí, sino también con los seres humanos, pues no dudan en bajar a la tierra para codearse con los mortales. Lejos de ser deidades abstractas y remotas, están más humanizadas, son más terrenales. A todo eso hay que añadir el colorido de los collares, los altares, los atuendos, pues al pueblo mexicano le encanta la viveza cromática.
También hay que sumar las comilonas que tienen lugar durante las fiestas de la santería. El pueblo mexicano es insaciable: aquí los desayunos son interminables, la gente come a cualquier hora del día y de la noche, ya sea de pie en las aceras, o sentados debajo de un toldo casi en medio de la calle, incluso comen en los cementerios el Día de Muertos...
Gusta también nuestra santería porque es una religión popular. Es decir, se trata de una religión pobre, que carece de tradición escrita y tampoco tiene arquitectura. Al ser una religión hasta cierto punto derrotada en el proceso de conquista y colonización, seguramente los mexicanos experimentan una especie de solidaridad recordando a sus antiguos dioses.
Pero volvamos al Mercado de Sonora, donde también he visto algunas botánicas mexicanas. En esas herboristerías venden las hierbas usadas en el chamanismo, a veces mezcladas con componentes más bien propios de la santería cubana, por ejemplo, el coco, la mejorana, el mastuerzo, la cascarilla.
En otro baratillo de nuevo detecto cierto grado de mestizaje mitológico entre el chamanismo precortesiano y el sistema metafísico yoruba-cubano, porque allí cuelga un letrero que dice: “ofrecemos lectura de Okuele (modo de adivinación afrocubana-mexicana).”
La mescolanza es total: veo por aquí un letrero presentando al “brujo oaxaqueño más famoso del Mercado de Sonora”, y un poco más allá, otro rótulo que anuncia “amarres, desamarres, entierros, desentierros, rapamiento en palo mayombe”. Entonces descubrí otro cartel ofreciendo remedios “contra las brujerías”, y pensé que era una alusión directa a la santería cubana.
Entonces mis sospechas se materializaron, pues comprendí que, aparte de hibridación, también había una batalla secreta entre ambas formas de pensamiento mágico. Para confirmarlo, entré en una tienda en cuya fachada se leía: “Tonatiuh, la Casa de los Rituales”. Allí estaba Tonatiuh, que en náhuatl significa “sol”. De las paredes colgaban imágenes de divinidades aztecas, una reproducción de la Piedra del Sol, plumas, máscaras... Tonatiuh me enseñó sus lociones envasadas, elaboradas con yerbas.
“Aquí todo es natural -afirma-, también las veladoras, que vibran con la energía de los vegetales. Aquí nada es sintético, nada es de plástico. Aquí no hay nada de animales muertos, ni sangre, ni tierras de panteón. No usamos nada de eso”, subraya refiriéndose sarcásticamente a la santería. “Tampoco trabajamos de noche, la noche no es de Dios, lo que es de Dios se hace a la luz del sol, las veladoras se encienden solo de día. No bebemos yerbas en infusiones, las quemamos en veladoras mágicas. Yo hago un sincretismo entre la religión católica y la magia mexicana prehispánica, no soy exactamente un chamán, pero por aquí pasan muchos auténticos chamanes, que vienen de las Sierras, de Oaxaca, de Chiapas.”
Tras provocarlo con mis preguntas, por fin me dice: “En la santería hay muchos impostores, incluso hay santeros mexicanos que se hacen pasar por cubanos. Yo soy la plañidera de los desencantados de la santería. ¿Cómo pueden confundir al Niño de Atocha con Elegguá? -sonríe irónicamente-. ‘Quiero zafarme de esto’, me dicen los que han estado metidos en santería. Tienen miedo, y yo los aconsejo, los ayudo. La santería es ciento por ciento comercial -añade-, los turistas van a Cuba y pagan ya desde aquí para hacerse el santo allá, pagan los rituales de la iniciación, y todo eso va incluido en un paquete turístico”.
Obviamente, la santería en México tiene adeptos, pero no faltan sus detractores. Sin embargo, cuál no sería mi sorpresa al conocer ni más ni menos que a un santero mexicano que adora a Cuba, todo lo cubano suscita en él una felicidad inenarrable. “Soy hijo de Ochún y desde que me hice santero todo me va de maravilla. Soy transportista y en todos mis camiones tengo la imagen de la Caridad del Cobre”, agrega y se levanta la túnica blanca para mostrarme dos cicatrices en el pecho que demuestran que fue sometido al duro ritual de iniciación allá en La Habana. “Gracias a Ochún he conocido el amor, porque antes no tenía novia. Desde entonces, tengo amigos, tengo dinero en el trabajo, ahora tengo doce camiones, y antes de hacerme santero tenía sólo uno y yo era el chofer”.
La última vez que lo vi, estaba orgulloso de su trabajo espiritual: “Los católicos nos critican, porque sacrificamos unas palomas. Pero... ¿por qué lo hacemos? Paloma significa Espíritu Santo. En los laboratorios de las escuelas, los niños de doce años, abren las palomas, y luego las tiran. Pero eso nadie lo critica.  Sin embargo, nosotros lo hacemos para purificar el alma con la sangre de la paloma. Lo hacemos para limpiar, para ayudar a la gente, para quitar un poquito de las malas vibraciones que nos rodean. No somos una secta satánica”.
Hace diez años entrevisté al babalao cubano más famoso en México. Nelson Álvarez Freires también se llama Ogunda Bede, nombre que recibió cuando se consagró como sacerdote de Ifá. Me explicó que cuando triunfó la revolución, “el ateísmo y lo de afuera pudo más que lo de la familia y las costumbres, y me mantuve muchos años alejado de la religión. Mi mamá a veces me lo reprochaba, pero la vida política, profesional y social, me sacaba de la familia y de las costumbres. Y estaba más entregado a la revolución”.
Nelson estudió en la Unión Soviética, donde se graduó de técnico medio, luego estudió ingeniería en Cuba. Habla ruso, yoruba, francés y también portugués, pues participó en la Guerra de Angola. Luego estudió la carrera de periodismo, y llegó a ser subdirector de un periódico habanero así como dirigente sindical en el sector agrario y, además, militante del Partido Comunista.
“Todo eso fue entre el año 60 y el 90, y durante esos treinta años estuve alejado de los santos. Pero en el año 1995 me enamoré de una mexicana, me casé y vine para acá. Mi reencuentro con los santos se produjo llegando aquí, porque la lejanía y las dificultades que enfrenta un emigrante, me hicieron regresar a mis raíces.”
Nelson me invitó a entrar en su cuarto de consulta, cuyo altar está dedicado a Orula (San Francisco), que es el dios de la adivinación. “Hay muchísimos mexicanos que son babalaos, paleros, santeras y santeros... No tengo estadísticas, pero puedo decir que conozco como mínimo a cien santeros mexicanos de ambos sexos, y a treinta o cuarenta babalaos mexicanos. ¿Que por qué nuestra religión ha tenido tanta aceptación aquí? Porque el mexicano es muy creyente, y porque en la religión yoruba la gente se consagra y adquiere poderes; no es lo mismo ser chamán en un pueblo que ser padrino de cien personas, no es lo mismo ser ahijado que ser cliente.”
En cuanto a los detractores, me dijo: “Algunos nos dan mala imagen. Son gente que practica la santería solamente por razones económicas y no tienen suficiente preparación. Yo cobro lo que dice Orula, previa consulta, para que la gente sepa apreciar el servicio que se les presta, pero no vivo de esto, soy mercadólogo”.
A diez metros del altar de Nelson vi una computadora portátil con la pantalla llena de estadísticas de mercadotecnia, aunque también el disco duro contenía oráculos e información sobre la religión yoruba.
En Boca del Río (Veracruz) podemos ver ofrendas a Yemayá. En un río de Morelos hombres y mujeres vestidos de blanco reciben baños de Ochún con miel, coco, canela y ron. La santería cubana ha llegado tan lejos que incluso por televisión han anunciado una “Loción Orula”. Pero la computadora de Nelson fue para mí la mejor prueba de la internacionalización de la santería. Comprendí que los orishas se habían informatizado, que ya flotan en el ciberespacio, en un nuevo exilio trenzado de redes planetarias que los hace ser cada vez más ecuménicos.


(*) Publicado en Cubaencuentro el 22 de febrero de 2012.
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