febrero 08, 2016

Literatura Flotante

LITERATURA FLOTANTE
Por Manuel Pereira 

   La cultura nace en el agua. Se difunde mejor y más veloz en lo acuático. Primero la civilización fue fluvial (Mesopotamia, Egipto), luego fue marítima e internacional (Fenicia, Grecia, Roma). El mar fue el primer Internet de la Humanidad a través de las rutas comerciales y los descubrimientos geográficos. Claro que existían rutas terrestres, por ejemplo “la de la Seda”, pero esas caravanas de camellos no produjeron tanta literatura de calidad -salvo el libro de Marco Polo- como los barcos que zarpaban hacia los cuatro puntos cardinales fomentando el comercio, descubrimientos de ignotas culturas, de otras floras y faunas, mezclas de razas, mestizajes mitológicos. Esa fertilización cruzada también dio lugar al pensamiento abstracto, al debate de ideas, a la democracia, al humanismo y al cosmopolitismo.
            Dos mil quinientos años antes de nuestra era, en el Poema de Gilgamesh, el protagonista desciende al fondo del mar para buscar la planta de la inmortalidad. A ese buzo sumerio con pesadas piedras atadas a los pies debemos añadir la leyenda del Diluvio Universal en su versión original. Con Gilgamesh, con Noé y su zoológico flotante, con Jonás tragado por la ballena y con los míticos argonautas de Jasón, el mar se estrena como espacio literario burbujeante de aventuras, como las  de Ulises en la Odisea homérica, cuyo eco se prolonga en los virgilianos viajes de Eneas que, a su vez, influirán en las navegaciones de Los Lusíadas, de Camões. Este inventario se enriquece con los siete viajes de Simbad el Marino y las sagas islandesas, especialmente la de “Erik el Rojo” y la “de los groenlandeses”.
            A partir de ahí, la temática oceánica se propaga a los cuatro vientos generando clásicos como: La Tempestad, de Shakespeare, Robinson Crusoe, de Defoe, Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift; Cándido, de Voltaire, La narración de Arthur Gordon Pym y Un descenso al Maelström, ambas de Poe; Herman Melville y su diabólica ballena Moby Dick, Los trabajadores del mar, de Víctor Hugo; Julio Verne con Veinte mil leguas de viaje submarino, Los hijos del capitán Grant, La esfinge de los hielos; La Isla del Tesoro, de Stevenson, Emilio Salgari y sus piratas, Jack London con El lobo de mar; Joseph Conrad: El corazón de las tinieblas…
            Aparte de lo ficticio, tenemos los testimonios de exploradores, navegantes, geógrafos y Cronistas de Indias, algunos tan maravillosos que superan la más impetuosa imaginación. En el Diario de Colón aparece Cuba confundida con Japón. Naufragios, de Cabeza de Vaca, no tiene desperdicio al igual que El primer viaje en torno al globo, de Pigafetta. El filibustero y cirujano francés Exquemelin nos dejó Piratas de América. Louis-Antoine de Bougainville escribió suViaje alrededor del mundo y el Capitán Cook su Viaje hacia el polo sur y alrededor del mundo, a lo cual habría que añadir las exploraciones botánicas de Joseph Banks, la expedición a América de Humboldt y Bonpland, Darwin en las Galápagos, etcétera.
            Cuba metabolizó esa herencia náutica y destiló cuatro excelentes narraciones. Lino Novás Calvo: Pedro Blanco el negrero (1933); Hemingway: El viejo y el mar (1952); Alejo Carpentier: El arpa y la sombra (1978) y El mar de las lentejas, de Antonio Benítez Rojo (1979).
            Frente a tanta liquidez literaria heredada, suelo experimentar sentimientos encontrados. A veces veo la isla poblada de Viernes esperando a Robinsones llegados de todas partes para “salvarlos” explotándolos; de pronto se torna la tempestuosa isla shakespereana con su Calibán, su bruja, su Próspero, su Miranda; esporádicamente vuelve a ser la ínsula Utopía de Tomás Moro con todo el archipiélago oscilando entre la insolación y la salación; súbitamente es el Cementerio Marino de Valéry con “el mar, el mar, siempre recomenzando”. Mientras tanto, en la creciente diáspora, no pocos Ulises sueñan con regresar tras larga odisea a Ítaca. Inmersos en fatal aventura marina, allí siempre se nace náufrago. La visión que más me frecuenta es La isla de hélice, una novela donde Verne describe un paraíso tecnológico, una isla artificial de 35 kilómetros cuadrados movida por gigantescos motores. A bordo viajan millonarios norteamericanos atendidos por criados ciegos. La isla propulsada navega a la deriva y al final queda destruida. ¡Julio Verne, como siempre, tan profético!

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