abril 15, 2016

Crónica de una crónica no anunciada

CRÓNICA DE UNA CRÓNICA NO ANUNCIADA
Por Manuel Pereira
En 1981 yo impartía en la UNAM unas conferencias sobre cine cubano cuando recibí en mi hotel de la Zona Rosa una llamada de Gabriel García Márquez. Me pidió que acudiera a su casa, en la calle Fuego, en la zona exclusiva del Pedregal. Comimos en un restaurante cercano llamado El perro verde, o algo así. Me pidió que leyera su última novela, tenía prisa, era corta. ¿Cuál era el misterio de tanto apremio? Él sabía que me faltaban un par de días para regresar a La Habana. "Puedo leerla en el avión", le dije. No, tenía que hacerlo en México. Estaba tan apurado por darme el manuscrito que al salir de la fonda olvidó la billetera en la mesa. Se dio cuenta en su casa, y me pidió que fuera a buscarla al Perro Verde. El camarero era decente y la tenía guardada, a pesar de estar bastante abultada, como supongo deben estar las carteras de los escritores famosos. "Está todo", suspiró el Gabo tras contar los billetes.
Me entregó la novela. Empecé a leerla enseguida en su casa, y luego me encerré en el hotel para seguir leyendo. La leí en un par de sentadas, aunque sin saber qué esperaba de mí el famoso escritor. La historia de los dos hermanos que apuñalan a Santiago Nasar estaba bien estructurada, fluía eficazmente, como todo lo del Gabo; con su impecable prosa de orfebre, no faltaba ni sobraba una coma, los adjetivos eran precisos, los personajes, bien dibujados. Al día siguiente nos encontramos de nuevo. Entonces me dijo: "Eres el segundo lector de esta obra, después de Mercedes, por supuesto".
"Es un honor", respondí.
Pero... ¿cuál era el misterio de tanta prisa?
Me confesó que quería que Fidel lo autorizara a publicar este libro.
¿Por qué?
Porque había hecho un juramento público: no volvería a publicar mientras Pinochet siguiera en el poder. "Y el problema es que no se cae", refunfuñó. "Y mientras tanto, escribí esta obra y tengo muchas ganas de publicarla". Pero antes de romper su promesa anunciada debía consultarlo con Fidel.
En efecto, desde El Otoño del Patriarca (1975) el Gabo no había publicado nada de ficción. Demasiado tiempo en silencio para un escritor tan cotizado.
¿Y yo qué tenía que ver con todo eso?
— Quiero que le lleves este libro a Fidel.
— Yo no conozco personalmente a Fidel, no tengo acceso directo.
Dudó un instante y agregó:
— Pero sí conoces a Carlos Rafael Rodríguez, ¿verdad?
— A él sí lo conozco.
— Bueno, se lo das a él para que se lo dé a Fidel.
Luego quiso saber mi opinión sobre la novela, lo cual halagó al treintañero que yo era. Con mucho tacto, le comenté que su relato me recordaba vagamente a Rashomon ‒tanto los dos cuentos de Akutagawa como la película de Kurosawa‒ por aquello de los múltiples testigos o las diversas versiones sobre un crimen, pero él dijo que no, que su fuente de inspiración había sido el asesinato de Julio César. Pensé en los augures, en la fatalidad de la tragedia griega, y concluí que tenía razón, aunque lo japonés no se lo quitaba nadie al Gabo, como se evidenció más tarde con Memoria de mis putas tristes, tan afín a La casa de las bellas durmientes, de Kawabata, ya desde el epígrafe.
Veinticuatro horas más tarde aterricé en La Habana y le entregué ese texto clandestino (no anunciado) a Carlos Rafael Rodríguez. Poco después Crónica de una muerte anunciada fue publicada simultáneamente en Colombia, en España, en México y en Argentina. Obviamente, el Gabo había obtenido el imprimátur de Fidel Castro, como compete a toda alta autoridad eclesiástica o ideológica. La Edad Media en estado puro.

abril 03, 2016

La increíble historia del triste Gabo y mi abuela bienamada

La increíble historia del triste Gabo y mi abuela bienamada
Por Manuel Pereira
Gabriel García Márquez con Fidel Castro y Carmen Balcells en los años 80 en La Habana. 

Un día cualquiera de 1983 llevé al Gabo adonde mi abuela, que vivía en un solar de La Habana Vieja, en la calle Aguiar número 105 esquina con Cuarteles. Era una gallega que había llegado a la Isla en 1926: año del devastador ciclón, año en que nació otro ciclón llamado Fidel Castro.
Yo quería que Gabriel García Márquez conociera a los pobres, que descubriera la otra cara de la luna, porque sabía que lo tenían siempre entretenido entre hoteles y casas de protocolo, en Miramar, en Cubanacán...
Al pie la Loma del Ángel, le mostré la carnicería de un paisano de mi abuela, expropiada y convertida en tugurio; también le enseñé varios negocios confiscados desde años atrás: la Guarapera de Cheo, transmutada en Comité de Defensa de la Revolución; la bodega de un asturiano transformada en accesoria de una cuartería, la panadería de un catalán cerrada a cal y canto, el puesto de frutas y verduras del chino, transfigurado en otro cuchitril. Por doquier, improvisadas paredes de bloques de hormigón sin repellar y antipoéticas rejas en las ventanas. Lo único pintoresco que quedaba en el barrio eran las tendederas en los balcones.
Los ojos de mi admirado escritor -ejercitados por su largo oficio de periodista- no perdían detalle. Subimos al primer piso de la casa de vecindad y fuimos hasta el fondo, entre galerías donde alguna vez hubo vitrales policromados de medio punto ya extinguidos.
¿Quién lo iba a decir? Un Premio Nobel en un solar habanero, pero mi abuela no sabía qué era la Academia Sueca, ni siquiera sabía dónde quedaba Suecia
¿Quién lo iba a decir? Un Premio Nobel en un solar habanero, pero mi abuela no sabía qué era la Academia Sueca, ni siquiera sabía dónde quedaba Suecia. Años atrás confundía a Carpentier con un famoso carpintero y, a Sartre, con algún célebre sastre de visita en la Isla. Era una aldeana casi analfabeta que, al desembarcar en La Habana con alpargatas y pañuelo a la cabeza, tuvo que sacar adelante a tres niños limpiando suelos y baños en promiscuos solares.
Entramos en su vivienda sin baño: un comedor, el dormitorio y una cocina pequeña. Mi invitado de honor lo miraba todo. Ella ofreció sus sillas destartaladas y un sillón con el mimbre roto. Nos sentamos a la mesa. Por vergüenza, no le enseñé al Gabo los malolientes inodoros y las duchas colectivas, que ella nunca usaba, pues prefería servirse de una palangana en su cocina tiznada, detrás una cortina de plástico.
Mi abuela enseguida sacó agua fría del trepidante refrigerador que ella llamaba "General Eléctrico", del 58, ya con algún desconchado en el esmalte blanco. Se puso a colar café. De las vigas de madera del techo caían piedrecitas cuando los niños de los altos correteaban. El Gabo miraba de reojo las paredes descascaradas. Preguntaba sobre asuntos de la vida cotidiana.
Mi abuela le enseñó la libreta de racionamiento y también su cajita mágica. En los frecuentes períodos de escasez de tabaco, ella -al igual que muchos otros- recogía en la calle colillas que luego destripaba para sacarles la picadura y con ella confeccionar sus "Tupamaros".
"¿Por qué Tupamaros?", preguntó el Gabo.
"Porque son clandestinos", respondí yo, y el autor de Cien años de soledad sonrió.
Ella le explicó el complicado mecanismo de la "maquinita", que era como una caja de dominó, en la que introducía la picadura, y luego jalaba hacia ella un palito a guisa de rodillo, como si fuera una ballesta, alargando una lengüeta de caucho, que hacía saltar un cigarrito recién enrollado y engomado con almidón.
A falta de papel para liar cigarrillos, usaba páginas casi transparentes del folleto Carta de España que le mandaban de la embajada. Pero como éstas eran pocas, también arrancaba hojas de una Biblia que no leía, pero que atesoraba como un talismán en su altar poblado de santos. Lo mismo se fumaba un versículo de San Juan que una sentencia del Eclesiastés.
"Me gustaría hablar del bloqueo y sus consecuencias, contando la imaginación de los cubanos para vencer las dificultades, pero no quisiera molestar a Fidel", dijo el escritor
Al salir, ya en la calle, el Gabo me confesó: "Me gustaría mucho escribir un libro sobre la escasez de los cubanos, tu abuela haciendo sus Tupamaros, la falta de dicha doméstica".
"Sería un libro magnífico", exclamé.
Se puso triste y agregó: "Me gustaría escribirlo, hablar del bloqueo y sus consecuencias, contando la imaginación de los cubanos para vencer las dificultades, pero no quisiera molestar a Fidel. No lo puedo escribir, porque es un libro que Fidel va a sentir como un ataque, y no quiero contrariarlo".
Después de eso, ya no insistí. Cada escritor elige su destino. En lo alto, mientras oscurecía, mi abuela se fumaba un capítulo del Levítico y el humo bíblico salía por su balconcito hacia la luna.